El flamenco es un arte y pertenece a los artistas. Lo demás, es un exudado de su propia condición.

EL MORBO

Relato publicado en la Revista de creación literaria y plástica ALDABA nº 17, PERTENECIENTE A LA Asociación literaria Itimad, de Sevilla.

EL MORBO
        Salía de su casa por las tardes y desaparecía al doblar la esquina de aquella costanilla que la ciudad dispone para conducir meditaciones y cosas que nunca vuelven y a las que damos por ciertas cuando ya las hemos perdido. La verdad es que nunca la vimos volver; sabíamos que se iba, pero no  por dónde ni a qué hora regresaba.
        Suponía el vecindario y nosotros, los chavales, que iba a trabajar, y así era, aunque el paso del tiempo y la inocencia fue quien nos desveló lentamente cual era su oficio y la función de aquellas salidas  vespertinas. Cuando aparecía, su perfume desembarcaba  en nuestras pituitarias como un cierzo fresco, de eucalipto recién cortado, de savia joven y fluida, y otras veces de océanos rizados y feroces, de espuma en evanescencia y penetrante salina, mientras todos simultáneamente nos quedábamos quietos en la ansiosa espera de que nunca iba a desaparecer por aquella esquina. Pero el final siempre era el mismo. Hasta mañana.
        Sus nalgas eran como dos mundos estables que entrechocaban y después volvían al mismo sitio, obedeciendo a una ley anti-gravedad, que gentilmente los obligaba a su vaivén –ahora te quiero, ahora no te quiero-, y a un zigzagueante izquierda arriba y derecha abajo y lo contrario. El sonido de sus tacones era para algunos música de un Stradivarius, y hasta que no desaparecía, no perdíamos la esperanza de que una ventolera  encallejonara el empedrado y le levantara la falda, para encontrar en las laderas de sus muslos el pórtico de ingreso al paraíso o adivinar bajo su ropa interior, un paisaje de ensueño y fantasía o el final de una enredadera que echaba sus raíces más abajo, desde sus agujas hasta las rendijas de los adoquines.
        Tiempos, maneras; no estábamos en la edad de amar, sino de soñar que amábamos. Aún estaban por llegar la primera visita al burdel, los juegos de médicos y enfermeras, más tarde la inicial fila de los mancos, y aún más lejos, la primera vez. Aquellas nalgas, aquellos andares, eran nuestra clara referencia del porvenir en materia de amor, no del amor de madre cuya veneración tatuaron luego algunos en sus antebrazos, o el de hermano o el de amigo, sino el amor con mayúsculas, el contacto con la realidad sensorial, con el goce, con el deleite carnal.
        Aquella carne no era cualquier cosa. En primavera, comenzaba a mostrar su blancura por entre los escotes y las mangas cortas, y luego en otoño bajaba el telón y los grados de las apetencias de los chavales venían a menos. Y la imaginación a más. Pero era bonito ese vivir soñando con algo que nunca va a ocurrir, que difícilmente va a ponerte la vida como se la ponía a Felipe V.
        Un día venía uno con la novedad: su hermano mayor había ido a echar una cañita y la había visto. ¡Claro que ella no le había visto a él! Pero, sí, ahora, ya sabéis, las sospechas, lo que alguien predecía para conformar nuestro convencimiento, ahora era seguro; afirmábamos y hacíamos correr la voz de que definitivamente, aquella mujer era vendedora, y de lo que vendía.
        Podría haber sido alfarera y entrar de noche, para dejar las pellas listas para el turno de mañana, o en el matadero, desplumando pollos que venderían en el mercado al día siguiente, o en la limpieza, lustrando los pasillos y los despachos que se utilizarían al día siguiente, pero no; ahora lo sabíamos, su oficio estaba relacionado con la venta, se dedicaba a vender.
        Vendía lo que vende la naturaleza. Lo mejor de su estructura, sus frutos, sus flores. Vendía sus temores, sus miedos, su vanidad y su vergüenza. Vendía también sus lágrimas, derramadas tantos amaneceres cuando llevaba a su casa la subsistencia de los suyos, y vendiéndose a sí misma, como lo más valioso que se posee, entregaba con su amor a su persona como entrega el poeta su dolor en cada verso. ¿Dónde están los que querían apedrearte? Levántate, mujer, y vete a casa.
        Otra vez la vimos subir la calle después de impregnarnos su perfume y hacernos abrir nuestros ojos al compás del zigzag del objeto de nuestro deseo, ahora, con la certeza del oficio de aquella mujer y que antes adivinábamos. Seguimos durante algunos años pendientes de sus andares, hasta que, unos creciendo y otros mudándose de barrio, fuimos dejando de comentar en tono de morbo sus curvilíneas hechuras, y un buen día su memoria pasó a un rinconcito del jardín de nuestras frustraciones, donde aún permanece, anhelando que en un sueño por venir nos halláramos felizmente cogidos de su brazo subiendo hasta la gloria que nos aguarda al final de la costanilla.

1 comentario:

  1. Inocente relato que el paso del tiempo transforma. Ilusión, desencanto y olvido. La vida misma.

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