El flamenco es un arte y pertenece a los artistas. Lo demás, es un exudado de su propia condición.

viernes, 14 de agosto de 2015

LA VECINA

                La vecina se dispone, remonta las escaleras, se remanga, y echa la ropa tendía en un canasto de caña, recoge los alfileres -señalaítos los tiene con el cuño de su marca-, baja de nuevo a su patio donde fechas olvidadas la acechan por los postigos con la memoria por arma. Invocan la juventud de pasiones inmediatas, cuando la sangre era un río y el mar la calle y la plaza, cuando lo nuevo era luz y oscuras las telarañas y sembraba los suspiros por arriates y zanjas.
                Sagrario de los lebrillos, altar de la ropa blanca, pasa  por el lavadero, donde las vecinas charlan y sobrellevan la envidia que la vecina les causa viendo el son de sus caderas con el compás de su falda. No repara en el vecino que mira tras la ventana –tienen ojos los visillos, y a veces miran y matan-, ni le importan los descaros sobre la flor de su estampa, porque ella está más pendiente de estrellas que de miradas y contempla las veletas cuando giran, cuando callan, cuando bailan con la lluvia y cuando resecas graznan; brotes de su pensamiento abren sus velas y zarpan sobre las olas desnudas de su río, mar de plata, se peinan junto a la torre y se adornan en Bonanza.
                Entonándose por tangos, con versos de telegrama, reconstruye en los carbones la tibieza de la plancha, al eco de aquellos cantes, delirio de noches largas y al pliegue de los volantes las risas de las muchachas que hurtaban a sus cinturas el secreto de su danza. En el cajón de la cómoda hiende praderas sagradas entre ramas de romero y mansas letras bordadas sobre la humildad del paño de camisones y batas.
                Entonces destapa el cofre que encierra peinas de nácar y un ejército de horquillas vestidas de piedras falsas,  que le saben a domingo y a tardes de caminata, entre pañuelos de encaje y velos de tardes santas, sermón de un cura gitano que predicaba en Santana.
                Cuando en las tardes de invierno Febo entrega la cuchara, lleva al rincón de olvido la herida de su nostalgia para que allí se la coman los dragones de la parca, pone al desnudo los llantos, los deja sobre una barca que no navegará nunca las mareas de sus lágrimas porque lleva rumbo fijo: la soledad de su alma.

SOLEDAD Fotografía de Emilio Beauchy (Biblioteca Nacional de España)


José Luis Tirado Fernández